SÓCRATES.-¡Por Zeus, Calisto! No puedo dar crédito a lo que mis ojos están viendo. ¿Será posible que sea aquel nuestro buen amigo Nicodemus?
CALISTO.-¿A quién te refieres Sócrates? Porque mis ojos no son lo que eran cuando mancebo, y, en honor a la verdad veo varias personas viniendo por el camino. El de la izquierda no ostenta altura suficiente, por lo cual debo descartarlo; aunque el del centro podría ser de su talla, queda ipso facto eliminado porque Nicodemus, hijo de Argus, jamás llevaría una túnica carmín; ergo deduzco sin temor a yerro que al caminante de la derecha estás tú refiriéndote amigo Sócrates.
SÓCRATES.-Mi querido Calisto, temo decirte que tu lógica no es precisa; pero no es defecto de tu razón sino de tus ojos, que, como bien tú dices, ya no tienen la lozanía de un efebo. A ninguno de ellos me refería yo, sino al que viene detrás a paso calmo. Acaso venga meditando alguna idea, ya conoces a Nicodemus, hombre de fe y sabiduría.
CALISTO.-Adorado Sócrates, ahora lo veo claro como las aguas del Haliacmón. Tus ojos son aún los de un lince.
NICODEMUS.-¡Sócrates! ¡Calisto! En buena hora os encuentro.
SÓCRATES.-¿Qué venías meditando Nicodemus, que tan pensativo deambulabas?
NICODEMUS.-Pensaba en la virtud de la fe. Tu bien sabes apreciado Sócrates que las virtudes son el objeto contínuo de mis cavilaciones, y la fe es una de las más importantes; guía al hombre por el sendero de la verdad y la justicia; y este sendero posee las flores más bellas que ser alguno pueda hallar.
Los viernes
La confusión de la realidad con delirantes estratagemas de la imaginación ha sido desde hace tiempo el objeto de profundo estudio del Doctor Abelardo Carriel.
Según él mismo me contara en una convención en Mar del Plata, por muchos años no pudo superar la tragedia familiar ocurrida a su querida madre, que fue atacada por ese demonio inescrupuloso y despiadado llamado locura.
La terrible enfermedad la atacó cuando encontró a Adolfo, el padre del Doctor Abelardo, in fraganti en sus mismísimos aposentos con una bella muchachita bastante más joven que ella.
Contrario a lo que suele suceder en estas situaciones, Elba, que así se llamaba su madre, no atinó a pronunciar palabra alguna, sino que quedó estupefacta mirando la angustiosa escena. A partir de ese momento no emitió ni una sola palabra por varios días. Recién un par de días después de que su marido se marchara definitivamente con la muchacha, comenzó repentinamente a hablar.
El cuerpo de Abelardo, que en ese entonces tenía diecinueve años, pareció recuperar súbitamente su alma al ver que su madre comenzó a hablar como si nada hubiese ocurrido. Ni siquiera le importó la ida de su padre a quien odiaba secretamente casi desde siempre. Su infancia con él no había sido fácil y, además, hace tiempo él intuía las infidelidades hacia su madre.
Abelardo no quiso ni mencionar a Elba el tema de su padre. Él la amaba mucho y quería conservar el desarrollo de la situación en el cause en que se encontraba, quizá porque en su interior sabía que algo no estaba bien. Si bien la vida con su madre parecía comenzar a ser una relación ideal, sin el fastidio y los engaños de su padre, Abelardo notó en un principio que su madre no sólo sufría de amnesia sino que su mente había comenzado de a poco a llenar los huecos con tramos de historias de vida inexistentes y hechos sorprendentemente coherentes entre sí.
Según él mismo me contara en una convención en Mar del Plata, por muchos años no pudo superar la tragedia familiar ocurrida a su querida madre, que fue atacada por ese demonio inescrupuloso y despiadado llamado locura.
La terrible enfermedad la atacó cuando encontró a Adolfo, el padre del Doctor Abelardo, in fraganti en sus mismísimos aposentos con una bella muchachita bastante más joven que ella.
Contrario a lo que suele suceder en estas situaciones, Elba, que así se llamaba su madre, no atinó a pronunciar palabra alguna, sino que quedó estupefacta mirando la angustiosa escena. A partir de ese momento no emitió ni una sola palabra por varios días. Recién un par de días después de que su marido se marchara definitivamente con la muchacha, comenzó repentinamente a hablar.
El cuerpo de Abelardo, que en ese entonces tenía diecinueve años, pareció recuperar súbitamente su alma al ver que su madre comenzó a hablar como si nada hubiese ocurrido. Ni siquiera le importó la ida de su padre a quien odiaba secretamente casi desde siempre. Su infancia con él no había sido fácil y, además, hace tiempo él intuía las infidelidades hacia su madre.
Abelardo no quiso ni mencionar a Elba el tema de su padre. Él la amaba mucho y quería conservar el desarrollo de la situación en el cause en que se encontraba, quizá porque en su interior sabía que algo no estaba bien. Si bien la vida con su madre parecía comenzar a ser una relación ideal, sin el fastidio y los engaños de su padre, Abelardo notó en un principio que su madre no sólo sufría de amnesia sino que su mente había comenzado de a poco a llenar los huecos con tramos de historias de vida inexistentes y hechos sorprendentemente coherentes entre sí.
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